
POR MUCHO TIEMPO CREÍ que ser una buena latina significaba trabajar para tu comunidad, como organizadora, como educadora. Yo hice todas esas cosas. Pero no era mi verdadera vocación.
Crecí como una latina blanca, algo privilegiada, de clase media. Disfruté de los beneficios, económicos y educativos, de las largas horas de trabajo de mi padre en su bodega del Bronx. Nací y me crie en el barrio neoyorquino de Washington Heights, pero cuando cumplí 12 años, mis padres se dieron cuenta de que el camino que querían para su hija sería más difícil de alcanzar si nos quedábamos. Así que nos mudamos a los suburbios de Nueva Jersey, donde me inscribieron en exclusivos colegios privados. Esta educación me llevó finalmente a Boston, donde me convertí en la primera de mi familia en asistir a la universidad.
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Mientras tanto, mi padre seguía viajando a su bodega para trabajar, saliendo a las 5 de la mañana cada día.
Pero, aunque solo pasé mi infancia en “la comunidad”, esta estaba arraigada en mí, y a través de la familia y los amigos, conocía esa comunidad. Estaba formada por inmigrantes que llegaban a Estados Unidos para perseguir el sueño de una vida mejor. Fui testigo de ello a través de mis padres –mi padre, puertorriqueño; mi madre, dominicana– y del resto de mi familia. Todos eran personas humildes muy agradecidas por el trabajo, agradecidas por las oportunidades que solo encontrarían aquí. Contrariamente al estereotipo, nadie buscaba una limosna: todos venían a trabajar.
Igual que en Chelsea.
La ciudad de Chelsea, de mayoría latina, inmigrante y de clase trabajadora, se define por su pequeño tamaño y por su proximidad a Boston, justo al otro lado del puente Tobin. Esta ciudad densamente poblada contiene montañas de sal de hasta tres pisos, utilizadas para descongelar las carreteras de Nueva Inglaterra en invierno. Los enormes tanques situados a lo largo de Chelsea Creek contienen el 100 % del combustible del aeropuerto internacional Logan de Boston. Por Chelsea entran en Nueva Inglaterra alimentos, cargueros, petróleo, gas natural, gasolina y bienes de consumo. Las industrias de la ciudad son esenciales para el funcionamiento básico de la región, un papel que los residentes de Chelsea también desempeñan en el mantenimiento de la economía regional.
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Pero Chelsea sufre una problemática en salud desproporcionada en comparación con la mayoría de las comunidades de Massachusetts. Tiene casi la mayor incidencia de asma, enfermedades pulmonares, enfermedades cardiovasculares y cáncer, condiciones que hicieron que la COVID-19 fuera mortal.
Cuando estalló la pandemia, Chelsea, al igual que muchas comunidades de color, quedó devastada por su impacto. En su punto álgido, la tasa de infección por COVID-19 en Chelsea fue la más alta del estado y una de las más altas del país.
A pesar de estos graves problemas, esta ciudad de trabajadores esenciales no tenía otra opción: la gente tenía que salir de casa para trabajar, mientras que yo tenía el privilegio de trabajar desde casa como cineasta independiente. Al ver cómo sufría la ciudad, sentí culpa y desesperanza. Y me di cuenta de que no hacer nada no era una opción.
La única herramienta que tenía era mi cámara.
Como directora de documentales bilingües, sabía que los titulares tenían historias de fondo con matices, sabía que la historia de Chelsea era más de lo que veíamos en las noticias de la televisión. Las noticias presentaban a los residentes de Chelsea como víctimas, pero yo sabía instintivamente que eso no era cierto, porque los latinos no somos víctimas. Luchamos. Perseveramos.
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Esta fue mi llamada a la acción. Convencí a dos colegas para que se unieran a mí en la documentación de las verdaderas historias de la ciudad. Se sabía muy poco sobre el COVID, y aún faltaba casi un año para la vacuna. Nos esforzamos por rodar escenas sencillas. Llevábamos mascarillas todo el tiempo, en interiores y exteriores, y esterilizábamos nuestro equipo. Estábamos a dos metros de distancia. Teníamos miedo todo el día, todos los días. Sin embargo, seguimos hablando con la gente y filmando todo lo que podíamos.
Ser bilingüe me permitía comunicarme fácilmente con los residentes y nos daba un acceso especial. Nuestras cámaras documentaron su vida cotidiana: los trabajadores que se amontonaban en los autobuses antes del amanecer; los organizadores de la comunidad que movilizaban a los voluntarios para llamar a las puertas e inscribir a los residentes para las vacunas; y los empleados de la ciudad que distribuían las tarjetas de débito de Chelsea Eats para comprar alimentos.
Y utilizamos nuestras cámaras para captar la alegría de la comunidad, celebrada a través del arte, la música, la comida y, sobre todo, la familia.
Me identifiqué con las personas con las que hablé y con sus valores, y conecté profundamente con sus historias de llegada a este país y de trabajo duro para mejorar sus vidas y las de sus hijos.
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El rodaje en Chelsea me dio consuelo de otra manera inesperada. Durante la producción del documental perdí a mi padre a causa de la demencia. La película se convirtió, en muchos sentidos, en mi refugio durante su declive. Para mí, fue una forma de honrarle a través de mi trabajo, de una manera que nunca había sido posible antes. Sabía que sus sacrificios habían sido muy similares a los de las personas que conocí y presencié luchando en Chelsea. Él, y ellos, me ayudaron a ver lo que significa ser latina.
Al perder a mi padre, llegué a apreciarlo profundamente de otra manera. Y encontré mi activismo.
Sabrina Avilés es la directora ejecutiva y fundadora de CineFest Latino Boston. Su corto documental sobre Chelsea, Raising the Floor, se estrenará este otoño.