Si un extranjero hubiera puesto el pie en España el pasado 5 de febrero se hubiera encontrado con una noticia chocante en la primera plana de casi todos los periódicos: unos titiriteros detenidos en plena actuación por enaltecimiento del terrorismo. Los dramáticos titulares contrastaban, sin duda, con la imagen de los actores: dos chicos jóvenes, con el peculiar aspecto de los artistas callejeros, manejando las marionetas de un pequeño teatrillo barato. La obra, como luego se supo, no era adecuada para niños y había sido mal programada por el ayuntamiento, pero lo que hace unos años se hubiera arreglado con una reclamación y una carta al director de un periódico ahora se traducía en una querella y un encarcelamiento que duró varios días.
También ha sido en este intenso mes de febrero cuando la portavoz del ayuntamiento de Madrid, Rita Maestre, comparecía ante un tribunal por una protesta universitaria de hace cinco años. 21 años tenía esta joven política cuando irrumpió con unas compañeras en la capilla de la universidad complutense de Madrid; tras quedarse con el torso desnudo gritó consignas en contra de la intromisión de la iglesia católica en las instituciones públicas.
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La justicia en España es paquidérmica, muy lenta, y en esos cinco años aquella activista universitaria se ha convertido en un rostro conocido de “Podemos”, el partido emergente de la política española. Cuando aún no nos habíamos repuesto de la comparecencia de Maestre, una poeta catalana, célebre por su espíritu transgresor, recitaba en un acto oficial del ayuntamiento de Barcelona un singular Padrenuestro, que contenía en sus versos la palabra vagina, provocando el abandono de la sala de un escandalizado representante del Partido Popular.
No son casos aislados, desde hace un tiempo en España hay una tendencia preocupante a judicializar todo aquello que se considere ofensivo contra instituciones y creencias. Es comprensible que en algunos países europeos, donde el terrorismo azotó la convivencia cotidiana durante tantos años, haya una voluntad de compensar a las víctimas y de mostrarles un cariño que les fue negado. Pero mucho me temo que no es este noble sentimiento el que empuja a los ofendidos a vociferar.
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El ruido mediático que provocan noticias como estas, relacionadas con la libertad de expresión y sus límites, es tan brutal que el espectador propenso a asustarse puede llegar a la conclusión de que nos encontramos al borde de un abismo, a punto de despeñarnos por un barranco de inmoralidad. Las televisiones de la implacable derecha diseccionan estos supuestos atentados contra la iglesia católica (el resto de las confesiones no cuenta) para provocar un estado de inquietud y miedo en quien los escucha. Pero la clave que hay que buscar en tanta desmesura es que los pecados reales, los que sin duda sacuden hoy los cimientos de la democracia española, se encuentran en otros tribunales y nada tienen que ver con las creencias sino con la codicia.
En los mismos días en que los titiriteros y la joven Maestre acaparaban las tertulias políticas cuatro juicios se estaban celebrando en España. En Palma de Mallorca, el yerno del Rey emérito, Iñaki Urdangarín, respondía torpemente a las acusaciones de prevaricación, delito fiscal y blanqueo, entre otros delitos. Su esposa, la infanta Cristina, comparece por colaboradora necesaria. En Valencia, la cúpula del Partido Popular se enfrentaba a un caso de financiación ilegal y blanqueo de capitales. En la Audiencia Nacional, el que fuera presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, declaraba sobre un dinero que jamás declaró al fisco, y en Madrid el Partido Popular había de responder de irregularidades en su financiación.
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El ciudadano asiste atónito a este goteo continuo de casos de corrupción que salpican, como es lógico, a los partidos que se han repartido el poder en España hasta ahora, pero en estos últimos dos meses las continuas imputaciones a políticos en ejercicio del partido popular han generado una alarma entre sus filas. La manera de frenar esta debacle es tratar de desviar la atención hacia asuntos que en España pueden ser especialmente sensibles, como la religión o el terrorismo, ambos ligados a épocas muy oscuras y poco superadas en nuestro país, la guerra y los crímenes de ETA.
La víctima propicia es, finalmente, la libertad de expresión, porque la misión última de quienes pretenden estrecharla es hacerle creer al ciudadano que cada vez que sus creencias sean puestas en cuestión tiene derecho a llevar a su ofensor ante un tribunal. Y lo que ocurre es que los que escribimos, los que practicamos la ironía o el sarcasmo, deseamos crearle al espectador o al lector una sentimiento de sana incomodidad. Esa es la grandeza y la condena de nuestro oficio. No estamos para que el público se sienta acunado con nuestras palabras sino para que se despierte. Todas las grandes obras han nacido de la tensión entre lo transgresor y lo establecido.
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Se podría pensar que quienes defienden tan airadamente a los creyentes son unos buenos cristianos, pero se da la paradoja de que mientras el arzobispo de Madrid perdonó la acción de Rita Maestre, considerándola un pecado juvenil, la derecha cerril seguía pidiendo para ella la cárcel.
La triste realidad es que entre la posibilidad de ser castigado en un tribunal y el juicio sin piedad de la masa, los creadores andamos algo desamparados. Es el signo de estos tiempos. Las instituciones, los grupos de presión, los partidos, los creyentes, tienen fuerza para amparar a los suyos, pero los que solo contamos con nuestro nombre y apellidos estamos, más que nunca, solos ante el peligro.
Elvira Lindo es una escritora y periodista española.